Hablando de cojidas.

Los gritos alocados de Cecilia se oyeron hasta la plaza de toros, dos calles abajo.
Eran gritos desenfrenados, gemidos estruendosos que a cualquier cristiano lo hubieran puesto en una búsqueda morbosa inevitable.
Gritos de lujuria, de pasión, de una cojida inverosímil.
Patricio, el encargado de la fiesta del pueblo había mandado  a trasladar la noche anterior a los toros destinados a ser muertos al día siguiente.
Ya en la hacienda de Don Chucho, hacienda conocida por la cercanía al ruedo, eran hospedadas las bestias.
Después de unas horas, los últimos jornaleros se fueron.
Y llegó Cecilia.
A Cecilia le gustaban los animales, en especial los toros.

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