Fue un día lluvioso, apagado.
Mis piernas me dolían y mi chamarra
empapada hacía recorrer escalofrios
por mi espalda.
Todo estaba gris y en un vagón
del Rosario me dí cuenta de la
cantidad de vagones vacíos.
Me metí en uno, se cerraron las puertas
y comenzó el frenesí.
Ese fue el mejor viaje de mi vida.